La que escribe, y probablemente muchas de las personas que ahora leen estas líneas, hemos crecido y aprendido en un mundo con una tecnología limitada y más circunscrita a los ámbitos académico y científico. Pero desde hace dos décadas a esta parte hemos podido presenciar la imponente expansión de lo que se denomina la tecnología de la información y la comunicación (TIC). Niños y adolescentes han crecido con un teléfono móvil en la mano, que a su vez ha ido creciendo en servicios y utilidades; desarrollo posible, entre otros, gracias a la disponibilidad de Internet. Esta explosión ha contribuido, como no podía ser de otra manera, a generar cambios sustanciales en los hábitos de nuestros jóvenes: los distintos dispositivos electrónicos (smartphones, táblets, ordenadores…), Internet y las distintas aplicaciones son ahora la base de sus rutinas y costumbres sociales.
No podemos obviar las consecuencias positivas que este desarrollo ha traído (por mencionar unas pocas): facilidades en la comunicación, nuevas formas de ocio, acceso a la información y cultura y aplicaciones múltiples que vienen a facilitar la vida diaria... Pero, por supuesto, y como ocurre en relación a otras tantas conductas, el uso de las TIC también ha supuesto la generación en paralelo de una serie de problemas que pueden comprometer el desarrollo saludable de nuestros hijos. Y es que cada vez hay más estudios que recogen el poder adictivo de estas nuevas tecnologías, que puede acabar cristalizando en una verdadera dependencia.
Una de las preocupaciones predominantes tiene que ver con la cantidad de tiempo que se invierte en el uso de estas tecnologías, que según algunos estudios puede superar las seis horas diarias. En el caso concreto de nuestro país, según los datos publicados en la Encuesta sobre hábitos de uso y seguridad de Internet de menores y jóvenes que realizó el Ministerio del Interior (2014), se señalaba que aproximadamente el 60% de los entrevistados se conectaba a Internet todos los días, siendo los medios más utilizados el teléfono móvil y el ordenador (INE, 2014 and Lozano, 2015). La principal consecuencia que se deriva de ello es la menor dedicación a otro tipo de actividades como por ejemplo, hacer deporte, mantener contacto directo con amigos o familiares, lectura, etc. Y se acaba convirtiendo en una barrera a través de la cual viven en su “mundo real”.
Las principales señales de alarma que pueden advertirnos de la presencia de un posible problema de dependencia a las tecnologías de la información y la comunicación o a las redes sociales son las siguientes:
Reducción notoria de las horas de sueño, dedicando el tiempo restante a estar conectado.
Descuido de actividades importantes como el estudio, relaciones personales, aseo personal...
Recibir quejas de padres o hermanos en relación al alto número de horas dedicadas a estar conectado.
Pensar en la red constantemente, incluso cuando no se está conectado a ella.
Irritación excesiva cuando el acceso a la red falla o es lento.
Intentos de limitar el tiempo de conexión sin conseguirlo.
Pérdida de la noción del tiempo empleado en estar conectado.
Mentiras sobre el tiempo real invertido.
Aislamiento social, irritabilidad y bajo rendimiento académico.
Sentimientos de euforia e hiperactivación cuando se está conectado .
Aunque más que el número de horas, lo determinante es el grado de interferencia que su uso provoca en la vida cotidiana del adolescente (Davis R. , 2001).
Para evitar esta problemática, los padres contamos con la oportunidad (y casi obligatoriedad) de educar a nuestros hijos en un uso responsable y medido de Internet, de las redes sociales, de los distintos dispositivos electrónicos, etc. En muchos casos, se trata de una labor educativa nueva que nuestros propios padres no tuvieron que realizar, y a cuya novedad generacional se añade el hecho mismo de que a nosotros mismos nos pilla como participantes de ese mismo hecho, circunstancia que debiéramos aprovechar para actuar de modelos de aquello que queremos enseñar a nuestros hijos. Esta labor requiere que sepamos valorar todo lo positivo que las redes sociales e Internet nos ofrecen, pero que también conozcamos los riesgos que supone y ayudados de una herramienta clave como la implantación de límites ayudemos a nuestros hijos a gestionar este recurso desmesurado que se abre ante ellos. La clave para empezar es crear las reglas y los límites conjuntamente con ellos, que nuestros hijos participen de esta tarea promoverá su propio cumplimiento. En esta labor conjunta no pueden faltar el sentido común y un diálogo bidireccional que nos permita plantear nuestros argumentos y escuchar igualmente los de nuestros hijos. Intentemos para ello no improvisar, sino dedicar un tiempo previo a concretar nuestros objetivos y los argumentos que los sustentan. Además, no sólo va a ser importante acordar horarios y tiempo dedicado a las nuevas tecnologías, sino que también puede ser muy interesante que igualmente aprovechemos para acordar tiempos para otras actividades de ocio y obligaciones propias o dentro del hogar. Igualmente positivo es que todos los miembros de la familia respeten determinados espacios (el momento de la cena o la comida) en los que no se haga uso alguno de los dispositivos; sin olvidar que a través de la gestión del uso de dispositivos e Internet también podemos transmitir valores importantes, como por ejemplo compartir, ejercicio que podrán realizar si contamos en casa con una sola táblet, por ejemplo, y hay que llegar a acuerdos entre hermanos para poder hacer uso de ella.
Está claro que el uso de dispositivos e Internet es indispensable en nuestro día a día, asunto incuestionable, donde sí cabe diálogo es en cuanto al tema de su uso y disfrute, conversación obligada con nuestros hijos e incluso con nosotros mismos.
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